Enmarcada en un subgénero de la comedia, que podríamos denominar con seguridad como “comedia uruguaya”, que maneja un tono negro para describir cual radiografía usos y costumbres de la clase media rioplatense, esta semana llega La muerte de un perro, del realizador Matias Ganz, una ópera prima precisa y potente.
Mario y Silvia atraviesan traumáticamente su jubilación cuando su casa es desmantelada por ladrones. Esto los sumerge en un espiral de inseguridad y paranoia al que arrastrarán también a su familia, hasta mancharlo todo con sangre.
Protagonizada por Guillermo Arengo y Pelusa Vidal, acompañados por un elenco de intérpretes de ambas orillas, que incluye a Ana Katz, entre otros, la propuesta, que se puede ver en CINEAR y CINEARPLAY, se destaca entre los estrenos de este 2020 pandémico.
Haciendo Cine dialogó con Ganz y Arengo para conocer más de un proyecto que reflexiona sobre la vida en comunidad, los deseos, aspiraciones y mandatos, pero también sobre cómo el repliegue en el individualismo afecta la vida en sociedad.
“El punto de partida de esta historia es una serie de noticias que leí en la prensa hace ya varios años. Entre todas las noticias sobre robos, hurtos, copamientos, se destacaron dos: una noticia sobre una empleada doméstica inmigrante que tuvo un accidente laboral y sus empleadores montaron un entramado increíblemente complejo para que no fuera al hospital y que no se supiera que tenían a alguien ilegal trabajando en su casa (incluyendo intentar meterla en un avión privado con destino a su país de origen); la otra era sobre un escrache que un grupo animalista le hizo a un veterinario del zoológico luego que éste supervisara el sacrificio de un elefante que tenía una enfermedad terminal”, dice Ganz.
“Estas noticias no tenían ningún elemento en común, salvo que, en ambas, sus “protagonistas” terminaron llevando las cosas hasta la violencia y el absurdo. En ambos casos, esa violencia parece estar asociada con sentimientos de superioridad frente al otro. Clasista y racial en un caso, moral en el otro. Pero creo que es interesante como en ambos casos los hechos desencadenantes (muy distintos entre sí) generaron una serie de acciones torpes o grotescas, producto de la desesperación”, agrega.
“El trabajo con actores es de las tareas más complejas pero más interesantes de una película. Evidentemente hay actores y directores con más oficio que otros, pero creo que la clave está en poder transmitirle al otro lo que uno quiere y poder comprender lo que el otro necesita. Por eso creo que los castings son de ida y vuelta. No es un director que elige a un actor o actriz, lo que se pone a prueba es una relación de entendimiento entre dos personas”, cuenta.
“En este caso, se proponía un tono de actuación no naturalista y era esencial que los actores entraran en ese juego, que se divirtieran y compenetraran con la propuesta. La actuación es un oficio peligroso. Los actores y actrices son quienes ponen la cara frente a la cámara, pero no pueden influir en nada de lo que se haga con su trabajo desde que se van del set hasta el estreno de la película. Además, hay muchas cosas que se le piden a los actores que en el set no parecen tener sentido y que solo lo cobrarán cuando la película se edite. Sobre todo cuando se trabaja con ciertos tiempos que, a la hora de interpretarse, difieren bastante de los considerados “naturales”. Por lo tanto, es fundamental que quien dirige tenga muy presente el fin último de lo que se está haciendo en el set y cómo debe explicárselo a los actores para ganarse su confianza”, finaliza.
“Principalmente me gustaba lo ideológico, un relato de clase media urbana que ha ido cortando en las últimas décadas sus lazos sociales, comunitarios, replegándose en sí misma, en lo propio y abrazándose a la propiedad, en este gran mercado, brillante y colorido, e ilusorio. Matías logró transmitir esta idea del mundo y de narrar este aspecto de esa clase, que a mí me parece fundamental, cuando se habla de grieta, de populismos, de neoliberalismos, se habla poco de la clase media, que es la que define, en términos de votación, un camino, para mí muy nocivo y autodestructivo, asociado a vivir en una comunidad sin lazos comunitarios, replegándose hacia lo propio, con destino de narciso, que termina ahogándose, como ya mencionaban los griegos, en su propia imagen”, comenta Arengo.
“Cuando está tan debilitado el concepto del valor de la vida, u otros valores se ponen por encima de eso, de la clase que habla la película es una clase que no le damos el mismo valor o cotización a la vida, hay vidas que valen más que otras e incluso hay vidas que valen menos que un celular, en las grandes urbes, principalmente. La película habla de eso, con un tono de comedia negra que también le permite dar una vuelta existencial al tema, se rie un poco de algo que no sabes si reír o llorar, es preocupante, y patético, y en tanto así puede mover a risa”, reflexiona.
“Además está esta relación paralela o bipolar entre el valor de vida de un perro y el valor de vida de un humano, producto del repliegue, con una psicopatización de la cultura, donde rige la competencia, el desarrollo, lo tecnológico, la actividad, y que lo pandémico y cuarenteril parecía que iba a poner en duda, en ese parate de hacer, ideas de hacer, de consumir y que después rápidamente se volvió a lo mismo y con una actividad plena. En lecturas recientes, donde recuperé a Paul B. Preciado, donde le da un valor a la existencia de las cosas, dice que tienen un derecho, no sólo los derechos humanos, las cosas ejecutan y producen infinitas fuerzas, y habitan el planeta, y por qué no darle el derecho a las cosas y respetarlas, esa cosa radical está buenísima porque es cierta y en este contexto paradigmático que vivimos tiene sentido pensar así, también como una necesidad, porque en la desigualdad que estamos sumergidos se puedan recuperar lazos comunitarios, porque en las sociedad donde están fortalecidos esos lados son más felices, y consumen menos, y en donde se consume más hay menos de lo comunitario y menos felicidad. Creo que la felicidad tiene que ver con el otro”, termina.