El actor francés Jean-Paul Belmondo falleció este lunes en su casa a los 88 años, según ha informado la agencia de noticias Agence France-Presse, que cita al abogado del intérprete.
Belmondo, que sufrió en 2001 un accidente cerebrovascular, ha fallecido, según su abogado, “apagándose tranquilamente”.
En Belmondo se unifican las dos grandes líneas del cine francés, que son también las del cine europeo: por un lado, fue un icono de la modernidad que trajo consigo la Nouvelle Vague, y que rodó con los grandes de su tiempo, como su descubridor Jean-Luc Godard, pero también con François Truffaut, Alain Resnais, Claude Chabrol y Jean-Pierre Melville.
Por otro lado, el del eterno caradura, el del feo ligón y pícaro a la francesa, el protagonista de películas taquilleras pensadas para el gran público. Le gustaba protagonizar sus propias secuencias de acción, y que eso se viera en pantalla: de esa faceta nacen títulos como El magnífico, El incorregible, El profesional, El hombre de Río o El clan de los marselleses.
Nacido en 1933 en Neuilly-sur-Seine, en la periferia burguesa de París, Belmondo era hijo de artistas: un escultor de origen italiano y una pintora que solía tomarlo como modelo para sus lienzos. Mal alumno, aficionado al fútbol y boxeador profesional durante su juventud, Belmondo decidió ser actor desde su adolescencia, y por ello fue a una escuela privada de interpretación. Rechazado por el Conservatorio de Arte dramático de París en tres ocasiones, cuando por fin entró en 1952 se convirtió en uno de sus alumnos más carismáticos.
Tres años después, se cruzó con un joven cineasta por la calle. Era Jean-Luc Godard. Le propuso rodar un cortometraje en un pequeño piso de alquiler. “Dudé sobre sus intenciones reales”, explicó una vez al diario Libération. “Le respondí que el cine no me interesaba nada de nada”. Ante su insistencia, aceptó. Rodaron el corto Charlotte et son Jules, una primera colaboración que daría pie a otras más célebres, como Al final de la escapada y Pierrot el loco. Su primer papel con peso llegó de la mano de Claude Chabrol en Una doble vida (1959), antes de la explosión que supuso al año siguiente Al final de la escapada.
Su cambio de carrera, del cine de autor al comercial, provocó multitud de críticas entre los cinéfilos. Décadas más tarde, aducía: “Cuando un actor tiene éxito, la gente le suele echar en cara que ha tomado el camino fácil, que no quiere tomar riesgos ni hacer esfuerzos. Pero si fuera sencillo llenar las salas, la industria cinematográfica tendría una mejor salud financiera. No creo que yo haya hecho basura: el público no es tonto ni mi carrera habría durado tanto”. Y apostillaba: “Las dos vertientes son buenas. Igual que en la vida, un día se llora y otro día se ríe”.
(Fuente: El País)