Por Diego Maté
Presentar a una figura como Darín sería un poco difícil, así que confiamos en que los lectores puedan reponer ellos mismos la elipsis. También es difícil presentar una entrevista cuya única consigna más o menos clara es que pasaron veinte años. ¿Veinte años de qué? Como Haciendo Cine cumple esa cifra (sideral, teniendo en cuenta el destino precario y fugaz de la mayoría de las revistas culturales), nos pareció interesante ir a preguntarle, a su vez, por sus últimas dos décadas al actor más reconocido del cine argentino. Así, literalmente, empieza una entrevista que se parece en verdad a un monólogo desordenado en el que se amontonan hechos y momentos fundamentales de la cinematografía local, como la producción nacional en el retorno de la democracia y su agotamiento, y el posterior surgimiento del Nuevo Cine Argentino con su ya conocida renovación temática y estética. Esa historia está cruzada por la biografía del propio Darín: su ingreso pleno al mundo del cine, el establecimiento de un estilo actoral que habrá de diferenciarlo tanto como atraparlo en un tipo de personaje, su trabajo con Pablo Trapero, las impresiones que le produce el estado de la política. En el medio de todo eso, una presencia ronda al entrevistado e insiste, como no queriéndose ir: es Fabián Bielinsky, y su solo nombre invoca Nueve reinas y el tormentoso proceso creativo que demandó El aura. Veinte años no es nada; justamente, siempre fue mucho, un montón.
¿Qué podés decir de estos últimos veinte años de tu carrera como actor?
Uff, bueno. Como dato sobresaliente te diría que son los años en los que se intensificó mucho más mi trabajo en el cine. A partir del 93, 94. Porque, si bien es cierto que había hecho cine antes, había hecho otro tipo de cine. Yo estaba mucho más abocado a la televisión y al teatro. Era otra época del cine argentino, también, un momento muy raro: era una proeza hacer una película de autor y tratar de defender un proyecto y llevarlo adelante. Yo hice la primera película de Lequi, que fue Perdido por perdido, y eso fue en el 93. Después tuve un impasse, hasta que volví con Mignona en El faro. Así se intensificó todo, y eso va más allá de una decisión personal, tiene que ver con la suerte que tuve, con cómo se fueron dando las cosas: los libros y los proyectos que aparecieron. Y, para simplificar y no aburrir, eso fue así hasta el 98, con Campanella en El mismo amor, la misma lluvia, y desde ahí ya no puedo hacer un análisis porque fue todo muy… Es lo que ocurre cuando tenés una frecuencia de trabajo intensa en cine: estás haciendo una película, estás preparando la próxima, estás haciendo la prensa de la anterior.
Mencionaste el teatro y dijiste que con el tiempo te dedicaste más al cine…
Yo nunca dejé de hacer teatro. Tengo un caso paradigmático: hice doce años Art, es raro eso. Nunca dejé de hacer cine ni teatro, siempre cohabitaron las dos cosas. Sí dejé de hacer televisión, obviamente: ya no tenía más espacio, y por otra parte encontré una dinámica de trabajo totalmente distinta, mucho más afín a lo que a mí me gustaba.
Recién hablabas de la calidad de los guiones. ¿Para vos en estos veinte años el cine argentino mejoró la calidad de sus historias?
No sé si mejoró; por ahí es un adjetivo injusto para con otras historias distintas. Sí creo que hay un antes y un después a partir de lo que fue la apertura democrática: cuando tuvimos la oportunidad de hablar de lo que nos había pasado (más allá de honrosas excepciones como La historia oficial), naturalmente se dio que la mayor parte de los proyectos y los guionistas se vieran obligados a hablar de lo que acababa de ocurrir, se intensificó la temática y todo se puso un poco unidireccional. Eso, para mi gusto, trajo dos cosas. Uno: la necesidad lógica de hablar de todo eso, incluso desde distintos ángulos. Dos: también, por superposición de proyectos, apareció un solo color. Imagino que eso pudo haber mellado un poco el interés del espectador argentino por su propio cine. Después de ese primer período, que empezó con la vuelta de la democracia y que duró unos años, lo que sí noto es que muchos guionistas, sobre todo jóvenes, se vieron liberados de hablar del tema, y se atrevieron a hablar de otras cosas, aunque fueran insignificantes. Tan pesado era el tema que casi como en respuesta a eso empezaron a aparecer las llamadas “historias mínimas”, por decirlo de alguna forma: aquella pequeñita historia que cuenta la vida de un personaje en un pueblito. Eso empezó a mostrarnos a los espectadores que el tema de una historia no tiene que tener necesariamente un peso descomunal, y creo que a partir de ahí surgió un nuevo camino que fue muy fructífero.
Bueno, Historias breves es del 95, así que estamos justo en los veinte años. Como espectador, ¿seguiste los comienzos del Nuevo Cine Argentino, con Trapero y Mundo grúa, con Martín Rejtman…?
Sí, y no estoy fuera de las generales de la ley: cuando hablo de la saturación temática de los espectadores me incluyo, no estoy haciendo un análisis desde la torre. A más de uno le pasó que en un momento decía: “Che, contame un cuentito”. Hubo muchas películas que me interesaron, que me entusiasmaron, que me animaron; todavía hoy me sigue entusiasmando la valentía de algunos proyectos, del que decide asumir un riesgo. Cada vez que detecto que hay alguien que elige mandarse por un camino sinuoso, sin demasiados carteles, me llama la atención y lo valoro. Cuesta tanto encontrar historias genuinas, que no se hayan tocado antes aunque sea tangencialmente, que casi pareciera ser que lo distintivo es la forma narrativa, la estructura, el pensamiento que está detrás, el enfoque, algunos recursos técnicamente arriesgados. Por lo menos para petardear un poco lo preconcebido, lo que normalmente todo el mundo hace. Esas cosas me resultan atractivas.
Estuviste en El aura…
Estuve en El aura, afortunadamente estuve en El aura. Eso fue glorioso para mí, en todo sentido. Fabián y yo estábamos atravesando un momento de nuestra amistad muy fecundo, porque si hay algo para agregarle a la tristeza y el dolor por la desaparición de un amigo es eso, en qué momento te agarra. A nosotros nos agarró muy de ida. A él le costó años hacer Nueve reinas, después de pelear contra viento y marea, y paradójicamente el proyecto se terminó destrabando por donde él menos lo esperaba. Creo que, por el esfuerzo que le llevó llegar hasta ahí, después le costó cinco años despegarse de Nueve reinas. Yo entiendo ahora que probablemente su aparición en el mundo cinematográfico, siendo una película chiquita, proveniente del cono sur, sin mayores pretensiones, y que haya conseguido viajar por todo el mundo como lo hizo, a Fabián lo encarceló de alguna manera, lo obligó a contar, a explicar, razonar, dilucidar. Le consumió mucho tiempo, pero paralelamente él fue gestando la idea de El aura. Su fallecimiento lo pescó en un momento muy rico, muy jugoso, porque teníamos ya una comedia entre manos. Con Cristina, su mujer, estuvimos unos años tratando de reconstruirla a través de la compu y de sus escritos: no pudimos, no nos salió. La noche anterior a la que murió Fabián, hablamos por teléfono (él estaba en San Pablo), me llamó y me dijo: “Tengo una comedia que te va a gustar mucho más a vos que a mí, pero la vamos a hacer porque nos vamos a cagar de risa, ya me estoy imaginando…”, y se reía en el teléfono. Le pedí que me contara un poco y me dijo que no, “el jueves estoy en Buenos Aires, vamos a almorzar y te la cuento”. Se murió un día después.
Decías que te llamaban la atención los directores que asumían riesgos, y terminaste trabajando dos veces con Trapero, que fue una de las figuras señeras del NCA. Además de cada proyecto en particular, supongo que te habrá interesado también su trayectoria como director.
Sí, pero lo que más me atrapó de Pablo es que el tipo mete los pies en el barro; nunca le va a pedir a un actor que haga algo que no esté dispuesto a hacer él. Su vocación, su entusiasmo sobre lo que tiene contar, y sobre cómo tiene que hacerlo, lo lleva a meter las patas en el pantano. Muchas veces alguien escribe una historia desde un escritorio, la sueña de una forma, y después cuando llega a la locación, al contexto, dice: “Perdón, ¿cómo?”. Eso fue algo muy gracioso que me pasó con Bielinsky. El proceso de construcción de El aura fue muy particular: él diseñó la historia, toda la estructura narrativa, sabía qué tenía que ocurrir, en qué momento, por qué, de dónde iba y de dónde salía. Pero quería que yo trabajara con él, no solo que actuara. Entonces me propuso algo de lo que después nos reíamos porque lo comparábamos con la relación tempestuosa entre Herzog y el loco de Kinski (Herzog lo corría por el Amazonas con una escopeta, quería matar a su actor, una cosa genial): él ya tenía todo en su cabeza, y lo que necesitaba era que yo le dijera cómo era el protagonista. Alquiló un departamentito, nos reuníamos todas las tardes y jugábamos a ese maravilloso juego que es el de la creación: fantaseábamos, inventábamos, nos íbamos a la mierda y volvíamos. Él me tiraba consignas y quería que Espinoza (el protagonista) le respondiera. Así nos reímos mucho y también lloramos, nos pasaron cosas muy raras. Fabián me invitó a hacer algo que normalmente los directores no hacen, yo lo sentí como un privilegio, y después vino el rodaje, que fue increíble, increíble, increíble. Perdón, me fui a la mierda; siempre me voy a la mierda con Bielinsky porque lo extraño.
Viendo el desvío que fue El aura de Nueve reinas, y ahora con todo esto que contás, por ahí el cambio necesario habría sido justamente hacer una comedia.
Supongo que también era una especie de reacción lógica y una contestación a El aura: salir de ese dolor. A nosotros nos dolió mucho hacer El aura. El proceso de investigación previo al rodaje fue muy dinámico, muy divertido, pero el rodaje fue muy esforzado, muy trabajoso. Nos metimos en un berenjenal. Para empezar (ah, ya me acuerdo, esto viene de lo que te decía de Trapero): cuando llegamos a Bariloche en septiembre, el bosque que habíamos imaginado, y que tenía que ser húmedo, frío y lúgubre, resulta que estaba explotando con una flor de ahí que se llama retama, amarilla y muy linda, pero que inunda todo. Era un jardín de Heidi. Cuando llegamos, Fabián me dijo: “No… no… No la hago”. Terminamos con bomberos que manguereaban todo el bosque para cada plano que hacíamos.
Volviendo: en Elefante blanco había bastante barro, y vos también te metías.
Sí, bueno, Trapero es eso: se mete y se enchastra. Elefante blanco fue durísimo. Ya había sido duro hacer Carancho: era un mundo del que teníamos que averiguar cómo funcionaban las cosas y demás, pero teníamos cierto margen de libertad a la hora de reconstruir. En Elefante blanco la cosa era distinta, y para mí fue una película muy nutritiva, aprendí muchísimo.
En general, ¿sos de hacer esa clase de investigación previa para un personaje?
No soy de investigar mucho, pero en Elefante blanco sí lo hicimos. Sentí la necesidad de ver el tema religioso, básicamente por no serlo, por no haber tenido una crianza o una educación religiosa. Necesitaba acercarme a gente que está realmente haciendo ese trabajo. Tuvimos la ayuda del padre Sergio, que fue muy generoso y que medio que ofició de coach religioso, si se quiere. Pero por lo general no hago eso, lo que más me gusta es (si puedo) dejar todo librado a la imaginación, por aquello de que todos tenemos un poquito de algo en nuestro ADN: probablemente una de las facultades del actor es permitirse descubrir qué partícula de la composición de ese personaje está dando vueltas adentro de él y pugna por salir.
¿Vas al cine? ¿Qué ves?
Al cine voy cada vez menos, lamentablemente. Voy a los estrenos, o de algún amigo, pero no a todas las que me interesan. Vemos muchas películas en casa porque mi mujer y mis hijos son unos enfermos cinéfilos, son una usina de traer cosas para ver. El resto del tiempo estoy laburando.
Te pregunto por algo menos grato: ¿cómo te venís llevando con la política?
Estoy expectante como casi todo el mundo, salvo los que tienen férreamente una posición asumida (que también están expectantes porque quieren saber qué va a pasar). Por suerte estoy con mucho trabajo, así que lo veo tangencialmente, porque tampoco escucho mucho hablar de ideas, sino de contiendas, y eso me aleja un toque. No es que me excluye, porque estamos todos metidos adentro del mismo plato. Trato de no formar parte de todo este barullo que se va a armar de acá a las elecciones; no es muy confiable. Que la descalificación del otro sea tu leitmotiv de campaña me parece una huevada. Qué sé yo, es lo que nos toca en esta era, no sé qué pasará, honestamente no lo sé. Hoy casualmente me entero de que hay un energúmeno hijo de re mil puta que acaba de publicar una entrevista mía falsa en no sé qué diario. Lo desmentí en Twitter porque me pareció muy grave: pone en mi boca cosas de Hitler, de Stalin. Es la segunda vez que me hacen esto; otra vez habían publicado una declaración falsa en la que yo pedía que los fusilaran a todos en Plaza de Mayo. Es un delirio. La verdad es que no sé cómo pararme frente a eso; es tan obsceno que cualquiera se da cuenta de que no sos vos. Esperemos que se detenga.
Hay cosas que tus personajes comparten, de película en película, aunque sean muy distintas. No sé si los directores y guionistas escriben pensando en vos, o si de alguna manera vos empujás las películas para ese lado, pero parece como si películas muy diferentes entre sí te dieran siempre un espacio para que desenvuelvas cierto oficio, o técnica, o estilo actoral. En Truman, por ejemplo, está esa cosa del argentino canchero y cínico pero triste y de buen corazón que aparece también en muchas otras películas tuyas. ¿Ese es un trabajo consciente?
Es una mezcla. Porque en el caso de Truman, por ejemplo, lo que Cesc quería era eso. En otros casos tiene que ver con eso que mencionaste cuando preguntabas si escriben para mí, y sí, eso es tremendo. Te tendría que dar a leer guiones que he rechazado, que han sido escritos para mí, y cuando los leés pensás: no, no se puede ser tan hijo de puta. Yo estoy buscando permanentemente cosas que no tengan que ver conmigo, porque evidentemente no hay nadie que esté más harto de mí que yo mismo. Si partimos de la base de que toda propuesta nueva, distinta, es un desafío, imaginate todo lo que te pasa, por el contrario, cuando te ofrecen más de lo mismo. Pero no es fácil, porque a veces eso viene dentro de una historia atractiva. Últimamente me pasa que de golpe me ofrecen algo, me parece atractivo, me gusta la historia y resulta que me gusta más otro personaje, no el que me ofrecen a mí. Ahí entro en una disputa, porque hay algunos que te dicen: “Ah, no, con tal de que estés, hacé el personaje que quieras”. Y a mí eso, como dicen los pibes ahora, me la seca. Eso quiere decir que te chupa todo un huevo, lo único que querés es que esté Darín. Hay que lidiar con eso también. Estoy empezando a tomarme una costumbre que es un poco fea, y que es preguntar por qué. ¿Por qué yo? Si encuentro una respuesta mínimamente satisfactoria, honesta, sincera, bueno, podemos hablar. Pero si no me tira un poco para atrás, es un poco perverso. En esas aguas ando nadando últimamente, con los bracitos flotadores por las dudas (se ríe).
Eso igual es interesante: la figura del actor que se las ingenia para llevar una impronta personal a relatos y universos muy distintos. Incluso hubo un momento en el que parecía que te estabas especializando en personajes vinculados con la ley: Carancho, Tesis sobre un homicidio, El secreto de sus ojos, Séptimo…
Sí, tengo casi una lista de abogados: están los hijos de puta, los más decentes… Abarqué toda una zona de la justicia (risas). El de Carancho es precioso porque es una de esas lauchas que son difíciles de encontrar. Sí, sí, me han tocado. Pero creo que eso se da recurrentemente porque para nosotros el operador de justicia, ya sea abogado, oficial de justicia, juez o investigador, es lo que reemplaza, dentro de la estructura del policial, a lo que sería el detective para los americanos. Nosotros no tenemos el detective en nuestra cultura, nos suena a chamuyo. Le creemos más a un tipo que trabaja en la justicia. Yo espero siempre que me toque un asesino; no me toca nunca un asesino. Me cuesta encontrar malditos. El villano es lo más grande que te puede pasar, te tirás de panza a la pileta, no te importa salpicar a los que están alrededor, y yo lo disfruto como un hipopótamo eso, pero son los que menos me tocan. De la misma forma, me gustaría un segundo personaje jugoso, de esos que vienen a hacer goles, nada más. En esos términos es muy difícil encontrar perfiles que te alejen de lo que ya conocés, pero… cine tengo que hacer, trabajar tengo que trabajar, no me puedo quedar en mi casa en pijama porque ya no me dejan. Entonces cuando aparece algo distinto me pongo contento.
¿Cuánto interveniste en el armado del personaje de Truman?
Con Javier Cámara intervenimos en un trabajo previo que nosotros llamamos “vamos a ser los más hijos de puta de todos”. Nos pusimos a afinar diálogos y a tratar de no ser compasivos, porque lo que entendimos de la propuesta de Cesc era que había que abordar un tema de esas características (el protagonista tiene una enfermedad terminal) básicamente enfocada en dos o tres puntos que para él eran los más importantes: la amistad, las prioridades, la desacralización de ciertas cuestiones, el no tener miedo a decir las cosas como son. Ese fue un trabajo de escritorio que nos llevó quince o veinte días antes del rodaje. Cesc estuvo muy generoso, muy abierto; nos encargamos de ser los más férreos detractores de todo aquello que nos pareciera rimbombante y remanido. Nos divertimos mucho porque fuimos muy hijos de puta: de eso se trataba, de ser los primeros críticos.